El Plan México no es neoliberal, es neodesarrollista
El Plan México no es neoliberal por muchas razones. En primer lugar, los aranceles contra Asia son barreras al comercio. La formación de un bloque regional en Norteamérica también atenta contra la globalización. El espíritu de las últimas décadas era liberalizar, no proteger ni fragmentar.
El Plan México amerita ahondar sobre sus alcances y limitaciones. Antes lo llamé la apuesta más ambiciosa de política industrial en décadas. Lo refrendo. Y ante las críticas de un sector de la izquierda que llama al Plan “neoliberal”, bien vale situarlo en su justa dimensión.
Desde Miguel de la Madrid, la política industrial estuvo condicionada al programa de ajuste estructural del Fondo Monetario impuesto por la deuda externa impagable legada por López Portillo. El consenso sitúa en ese quiebre histórico el inicio del neoliberalismo en México y el fin del desarrollismo como modelo económico. El dogma “la mejor política industrial es la que no existe” se impuso entonces en los círculos académicos y gubernamentales. La caída del Muro de Berlín, la década perdida en América Latina por sobreendeudamiento y la influencia de Reagan en las multilaterales enterraron la sustitución de importaciones.
Desde entonces, los gobiernos del neoliberalismo minimizaron el activismo industrial y la planeación central. La apertura comercial, la entrada de inversión extranjera, la privatización de empresas estatales, la depresión salarial y la orientación al exterior se convirtió en el recetario que todo chef “serio” debía seguir a rajatabla. Hasta que Andrés Manuel López Obrador retó el consenso y lo revirtió.
El Plan México no es neoliberal por muchas razones. En primer lugar, los aranceles contra Asia son barreras al comercio. La formación de un bloque regional en Norteamérica también atenta contra la globalización. El espíritu de las últimas décadas era liberalizar, no proteger ni fragmentar.
En segundo sitio, las políticas acompañantes robustecen el mercado interno, no lo debilitan. El doce por ciento anual de alza al salario mínimo y la intención de ampliarlo hacia el 2030 no es lo que prescribe un modelo basado en las exportaciones, donde reducir costos se asocia a una presunta ventaja competitiva.
En tercer lugar, el Plan México relanza la política industrial por varias vías. Por ejemplo, la construcción de polos de desarrollo y naves industriales no es la solución de libre mercado, donde se espera a que el sector privado actúe a su tiempo. En el caso de incentivos fiscales considerados por el Plan, son limitados (por hasta 30 mil mdp), temporales (hasta 2030) y acotados (según el sector y la geografía); además, la recaudación vía aranceles puede más que compensar. Estudiar la etapa anterior al neoliberalismo arroja que los incentivos fiscales eran instrumento común para atraer inversiones.
Podrían sumarse como intervenciones adicionales la activa participación de las empresas estatales, objetivos nuevos como la descarbonización mediante la innovación pública en el transporte, la construcción de vivienda pública y la reactivación de la banca de desarrollo para Pymes. Esa batería de políticas distancia al Plan México del neoliberalismo.
En contexto histórico, el Plan se asemeja más al desarrollismo de la Cepal, considerado una vertiente del keynesianismo para América Latina, que tomó fuerza en los sesenta bajo la influencia de Raúl Prébisch. Tampoco sería adecuado encasillarlo como pretenden Sergio Sarmiento y otros al desarrollismo clásico, más enfocado a infraestructura y menos a aspectos redistributivos o medioambientales. En todo caso, llamar al Plan México neodesarrollista por la coyuntura global sería honrar la precisión.
Llamar al Plan México neoliberal es pereza mental; lo mismo aseverar que se trata de un regreso cabal a la sustitución de importaciones. En el segundo caso, todos los tratados de libre comercio vigentes, la apertura de la cuenta de capital y el tipo de cambio flexible serían razón suficiente para argumentar que las exportaciones permanecerán en primer plano, aunque ahora compartirían tablas con la industria orientada a satisfacer la demanda interna, como el caso del vehículo eléctrico Olinia que no pretende enviarse al exterior.
¿Importa quién encabeza el Plan México, llámese Altagracia o Marcelo? Para nada. Podría estar al frente Marx y no lo haría socialista o comunista en automático. ¿Pesa que al evento hayan acudido empresarios? No por sí mismo, aunque una economía más democrática con medios de producción más equilibrados exigiría aquello que propone Tomás Piketty al mundo, a saber: una fiscalidad más progresiva y cuotas de los trabajadores en las juntas directivas de las empresas.
Si lo que se objeta en el Plan México es la elección de socios (EU), entonces la crítica es de naturaleza geopolítica. A contrapelo, economistas como Branko Milanovic consideran a Trump un quiebre del neoliberalismo, para bien o para mal, por su desafío a los cánones. Y en el largo plazo, un mercado interno más robusto en México es la mejor estrategia para restar dependencia del comercio con los Estados Unidos. Desviar las exportaciones a naciones remotas como China, Brasil o India tomaría décadas.
Por todo lo anterior, descarto llamar al Plan México “neoliberal”. Reducirlo a tal equivale al afán de la ultraderecha de apodar por parejo “woke” o “comunista” a todo aquello a su izquierda.
Una mejor crítica al Plan sería cuestionar los mecanismos de gobernabilidad que debieran promover la agilidad con rendición de cuentas. Otra sería la exigencia de que la zanahoria al sector privado mediante protección y estímulos contenga algún garrote, como la reducción de la jornada laboral o una reforma fiscal progresiva.
Otra crítica legítima es no reducir la política económica a la industria. Los servicios pesan mucho más que en los años setenta, y ahí la productividad padece estancamiento en México. La masificación de las universidades es una estrategia para sacudirla. El crecimiento de los salarios también ayuda por una mejor expectativa de retorno al estudio. Sin embargo, es probable que el impulso deba provenir de varios frentes en paralelo. Por ejemplo, empatar los permisos de paternidad a los de maternidad y construir un sistema de cuidados robusto elevaría la población económicamente activa de mujeres, reduciría el ausentismo y la informalidad, y crearía empleo con mayor recaudación. Suena bien, pero requiere invertir grandes sumas. En ese y otros casos, cuesta.
En 1960, el economista Nicolas Kaldor recomendó una reforma fiscal progresiva al gobierno mexicano. Fue rechazada y vuelta a negar después con Echeverría. La negativa elevó la dependencia del petróleo y de la deuda externa, y además tensó el ambiente político por una baja movilidad. El resultado fue una montaña rusa para las finanzas públicas y la pérdida de soberanía por la imposición de políticas del exterior. Marcó el fin del desarrollismo mexicano. El neodesarrollismo no debe cometer ese error. Una política industrial audaz exige recursos fiscales, ahí yace el mayor reto del Plan México.