Opinión

¿Vestigios de Goebbels en la infodemia?

Foto: Internet.

“La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentadas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas”. De aquí viene también la famosa frase: “Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad” (Principio de orquestación, J. Goebbels)

Quien me ha puesto sobre la pista de lo que aquí se aborda es Paloma Sánchez-Garnica con su novela Últimos días en Berlín. En un momentos dado su autora desgrana como lemas narrativos los Principios de propaganda del Dr. Joseph Goebbels, el todopoderoso comunicólogo de Hitler, cuyo fanatismo le hizo asesinar a su prole y suicidarse luego con su mujer en el bunker de la Cancillería, tras haber sustituido a Hitler durante una semana, tal como cuenta la película El hundimiento.

Me pregunto si no resulta inevitable leer estos principios con inquietud, al comprobar que se podrían estar adoptando por algunos comunicólogos actuales y podrían darlos por buenos ciertas tendencias políticas que no saben resistirse a la tentación de rentabilizar su comprobada eficacia. Obviamente Goebbels utilizó en su momento todos los medios de comunicación a su alcance. No sólo controlaba los periódicos y la floreciente industria cinematográfica germana -pensemos en El triunfo de la voluntad y Olimpia de Leni Riefenstahl-, sino también ese nuevo invento, la radio, que se colaba en los hogares alemanes a cualquier hora.

Si hubiera podido servirse de la televisión y las aplicaciones que todos utilizamos hoy en día, la eficacia de su propaganda podría haber sido aún mayor. El Ministro para la Ilustración pública y Propaganda del Tercer Reich acuñó con inusitada fortuna el concepto de guerra total, que tan funestas consecuencias acarreó. Su hondo antisemitismo, vehiculado por su potente capacidad oratoria, fue un factor decisivo para decantarse por la solución final, tras comprobar que no se podía extraditar a ninguna parte al pueblo judío en su conjunto.

Foto: Kaspersky Latinoamérica.

Todo esto es bien conocido. Pero resulta escalofriante leer sus once principios en el polarizado contexto socio-político actual, sobre todo tras padecer la traumática experiencia del trumpismo y las resonancias que ha tenido en muchos otros lugares esa manera de usurpar la política. Huelga dar ejemplos, aunque Bolsonaro se nos venga rápidamente a las mientes y cada cual pueda confeccionar su propia lista con suma facilidad. Trump llegó a inspirar el asalto al Capitolio y su influencia se aminoró como por ensalmo en cuanto cerraron su cuenta de Twitter. Sin ese poderoso altavoz, sus consignas dejaron de llegar a tanta gente. Todo un signo de los tiempos que vivimos.

Es una cuestión de profilaxis para preservar una sana deliberación que no se vea contaminada por el virus del fanatismo negacionista.

Los principios goebelianos prescriben simplificar, adoptando una única idea y un solo símbolo para hacer del adversario el enemigo a batir. Al margen de sus diferencias, los adversarios deben quedar categorizados en una suma individualizada. Hay que proyectar en el adversario los propios errores o defectos y no reconocer nunca estos, limitándose a contraatacar: “Si no cabe negar las malas noticias, deben inventarse otras que distraigan”. Cualquier anécdota, por trivial que sea, debe ser exagerada y convertida en una grave amenaza. Como las masas tienen flaca memoria, da igual contradecirse, siendo prioritario trivializar el mensaje, adaptándose al nivel menos inteligente de los destinatarios y simplificando cuanto se pueda el esfuerzo mental a realizar.

También aconseja renovar constantemente las informaciones para que, cuando el adversario responsa, el público ya esté interesado en otra cosa y las respuestas del adversario no puedan contrarrestar el creciente nivel de acusaciones. Los argumentos deben construirse ensartando informaciones fragmentarias y lo que se denomina globo sonda. Hay que guardar silencio cuando no se tengan argumentos y disimular las noticias que favorezcan al adversario, contraprogramando con los medios de información afines. La mitología nacional y los complejos que suscitan odio ayudan a enraizar la propaganda en un sustrato bien abonado por prejuicios tradicionales. Resulta elemental convencer a mucha gente de que piensa “como todo el mundo”, para crear la impresión de una falsa unanimidad.

Me he limitado a parafrasear los diez principios que complementan el citado al comienzo del artículo, aquel que viene a resumir la sustancia del conjunto: repetir incansablemente muy pocas ideas hasta hacer pasar la mentira por verdad. Los preceptos de Goebbels apuntalaron el acceso al poder del partido nacionalsocialista y sirvieron para trasmitir los mandamientos del indiscutible líder cuya palabra era ley. Pero lo malo es que su legado parece tener herederos intelectuales bien dispuestos a poner en práctica sus eficaces recomendaciones.

Nos hemos acostumbrado a hablar de Fake News para designar los bulos y trolas que corren por las redes o a designar como “hechos alternativos” patrañas que pretenden escamotear datos objetivos. En el Siglo de la Ilustración se creía que bastaba con acceder al conocimiento para erradicar los estragos del fanatismo. Sin embargo, ahora tenemos un exceso de información y lo que falta es el saber cribarla para no verse programado por las consignas o eslóganes que se repiten hasta la saciedad, calando en un imaginario colectivo que formatean estos mensajes extraordinariamente simples e incluso contradictorios.

Asistimos a una contienda muy desigual, porque la información debidamente contrastada requiere un mayor esfuerzo que cuanto pueda desmentirla con simples anécdotas mucho más atractivas y fascinantes. No todo debería valer por igual y es hora de velar por no consentir que las informaciones altamente nocivas puedan circular impunemente, a pesar de que resulten altamente tóxicas y contagiosas. Igual que hay reglas para la circulación rodada y no cabe conducir en sentido contrario ni hacer maniobras que puedan dañar a terceros, internet está demandando sus propios códigos deontológicos. Es una cuestión de profilaxis para preservar una sana deliberación que no se vea contaminada por el virus del fanatismo negacionista.

Roberto R. Aramayo. Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC e historiador de las ideas morales y políticas.

Fuente Rebelión

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